La reina Victoria y el rey Alberto. El amor existe. No respeta las reglas y muchas
veces ni siquiera la lógica. Nos permite subir al cielo. Nos cambia e invierte el
curso de la historia. Un amor que nos consume por completo y, por desgracia, a
veces nos destruye.
Tan diferentes y siempre omnipotentes. La primera historia nos lleva a las Islas
Británicas y nos presenta a la legendaria pareja real.
La reina Victoria, quizás la única representante de la familia reinante durante
muchos siglos, logró casarse no solo por sentido del deber o por ventaja política,
sino por amor.
Es más, si hoy en día los matrimonios desiguales de los príncipes ingleses ya no
sorprenden a nadie, entonces, en aquellos lejanos tiempos, realizar un matrimonio
morganático parecía imposible.
Victoria y el futuro rey consorte Alberto eran primos. Sin embargo, por nacimiento,
no podía aspirar al trono ni pedir la mano y el corazón de tan prestigiosa joven.
La primera reunión de los futuros esposos, que tuvo lugar un año antes de la
coronación de Vittoria, no dejó una marca particular.
Todo cambió en la segunda reunión, que tuvo lugar en 1839, cuando Albert llegó a
Windsor. La joven Vittoria se enamoró perdidamente de él y… ella misma le propuso
matrimonio. Esto causó un gran alboroto en la sociedad, pero a la reina no le importó.
Se casó con el hombre elegido por su corazón y para la ocasión eligió un vestido
blanco, iniciando una nueva moda nupcial que sigue vigente.
Hay que admitir que Vittoria no se equivocó en su elección. Vivió una vida larga y
feliz con el hombre que, en teoría, nunca se suponía que se convertiría en su marido.
