Recientemente fui testigo de una escena así. Una anciana estaba parada en
la calle con la mano extendida. Parecía agotada y llevaba un abrigo
viejo y andrajoso. Debajo del abrigo, se podía ver una fina bata de
verano que hacía poco para mantenerla abrigada. Llevaba un pañuelo
fino en la cabeza y zapatos gastados que claramente no eran de su talla.
La abuela no pedía nada a los transeúntes; ella permaneció en silencio,
mirando hacia abajo. Era difícil ver su rostro, pero cuando era visible,
no podía leer ninguna emoción en él. Estaba vacío, tanto en sus ojos como dentro de ella.
Dos adolescentes, de unos 15 años, pasaron junto a la abuela.
Se reían a carcajadas, usaban un lenguaje inapropiado y montaban
una escena que todos en la calle podían oír. A pesar de su corta edad,
los niños ya fumaban y esparcían humo a su alrededor, mostrando lo
“geniales” y “adultos” que eran. Los niños se acercaron a la pobre
abuela, le entregaron una colilla y salieron corriendo riendo.
La abuela jadeó de sorpresa, sus piernas flaquearon y se sentó en el suelo.
Empezó a soplar su mano y grandes lágrimas brotaron de sus ojos.
Entonces un niño de tercer grado se acercó a la abuela.
Inmediatamente la ayudó a levantarse y le dijo: “Abuela,
no llores. Toma, sostén mi pastelito; todavía hace calor.
Espérame aquí, no vayas a ningún lado. Vivo cerca; Volveré
enseguida”. La abuela tomó el pastelito, y justo cuando quería
agradecerle al niño, él ya había salido corriendo, dejando su
mochila a su lado. Regresó a los cinco minutos con yodo y una venda.
El niño limpió la herida de la abuela y luego le regaló su alcancía.
“Estaba ahorrando para un carro de juguete y ya he ahorrado mucho.
Pero puedo ahorrar más y esto es para ti”. Para evitar que
la abuela llorara, el niño la abrazó con fuerza.
La abuela sintió los rápidos latidos del corazón del pequeño.
Era el corazón más grande y bondadoso del mundo.